[Opinión] Servicios públicos como asunto de caridad: el verdadero costo social de las políticas focalizadas

Por: José de Amesti y Jorge Atria
Publicada en: CIPER

La producción de bienestar por parte del Estado se basa en dos momentos: la recaudación y la distribución; y el tipo de Estado de bienestar que tiene cada país depende, entre otras cosas, de cómo se combinen esos dos momentos.

Aunque en el mundo se observan distintas combinaciones, considérense aquí dos extremos: los sistemas focalizados y los sistemas universales. En los focalizados, el grueso de la recaudación se obtiene de quienes tienen más y la mayor parte de la distribución se dirige hacia quienes tienen menos. En los sistemas universales, en cambio, la recaudación es más transversal y la distribución es prácticamente universal.

El sistema escogido por cada país tiene consecuencias económicas y socioculturales.

En lo económico, y contrario a lo que suele pensarse, los sistemas focalizados no son necesariamente los más eficaces en reducir ni la pobreza ni la desigualdad. Un Estado robusto y universal puede enfrentar la pobreza y redistribuir recursos igual o mejor que un Estado focalizado y reducido.

Pero además, el universalismo promueve disposiciones sociales que fortalecen los vínculos entre las personas. De hecho, es en el plano sociocultural donde emergen las diferencias más notables entre ambos esquemas.

Y es que la rutina tributaria y distributiva en cada sistema gobierna las nociones de moralidad y justicia, definiendo el merecimiento de los beneficios sociales y las justificaciones para el pago de impuestos.

En otras palabras, cuando el Estado recauda y distribuye va fijando también las normas que organizan a una comunidad de ciudadanos, insertándolos en una red generalizada de reciprocidad (“cuánto debo pagar, cuánto me corresponde recibir, por qué pago más que otros, por qué otros reciben más que yo”).

En sistemas focalizados la distribución se concentra en los más pobres. Así, las políticas de salud, educación, pensiones y otros servicios sociales tienen como exclusivos beneficiarios a una masa homogénea de ciudadanos que comparte la condición de poseer menos recursos materiales que el resto de la población. Con estos servicios, este grupo no solo socializa con sujetos parecidos, sino también debe asumir una y otra vez una serie de etiquetas que lo catalogan como parte de ese grupo, pues para acceder a los beneficios debe acreditarlo (por ejemplo, mediante fichas de protección social).

En sistemas universales, en cambio, la provisión de servicios públicos se orienta hacia la mayoría, permitiendo a los individuos socializar entre sí y conocer perspectivas diversas. Aquí no solo se suprimen las etiquetas, sino también los ciudadanos participan como receptores exigentes y tienen más influencia para demandar calidad.

Estas diferencias generan consecuencias directas sobre las formas de cooperación entre ciudadanos. En países con políticas focalizadas, quienes pagan impuestos son los más ricos y sus beneficios sólo cubren a los más pobres. En países con políticas universales, quienes contribuyen son los mismos que reciben. Es decir, en el primer sistema los roles de “contribuyente” y “receptor” son ejercidos por distintos ciudadanos, mientras en el segundo cada ciudadano asume ambos.

En sistemas universales se hace entonces posible una estructura de solidaridad institucional que favorece el apoyo entre todos. Hay un reembolso implícito que tiene lugar en el compromiso de pago de cada uno y la posibilidad de que cualquiera podría ser beneficiario de la política cuando lo necesite. Tal acuerdo implica socializar riesgos y recursos, haciendo converger los intereses entre clases sociales e incentivando la formación de coaliciones políticas amplias que apoyen su continuidad.

Lo contrario ocurre en sistemas focalizados, donde la contribución aparece como un asunto de caridad, una transacción unidireccional impuesta entre sujetos desiguales que nunca intercambiarán roles. Este esquema prioriza una concepción individualista para enfrentar las necesidades de bienestar, otorgando un papel residual a la política social: se apunta a la autosuficiencia de los ciudadanos, devaluando la incidencia de factores sociales, contextuales y de origen en la creación de pobreza y riqueza. Más aún, cuando los ricos perciben pocos beneficios en retribución por el pago de impuestos, observan con desconfianza al aparato distributivo y la ampliación fiscal, surgiendo así un terreno fértil para coaliciones políticas antagónicas entre ricos y pobres, cada una pujando por alternativas opuestas respecto al rol del Estado en la provisión de bienestar.

La política social chilena se rige por una focalización llevada al extremo, muy acorde con la concepción de un Estado subsidiario y de la política pública como leyes de pobreza. Las políticas universales fueron soslayadas por décadas, existiendo un acuerdo tácito respecto a la focalización como la receta más efectiva para disminuir la pobreza, cautelando la eficiencia de un Estado reducido. Como botón de muestra, las dos políticas insignes para enfrentar el descontento social fueron de una notable focalización: aumentar los impuestos a los más ricos (algo necesario, y de hecho sólo tibiamente logrado con el último acuerdo) e incrementar las pensiones a los más pobres.

La focalización y el universalismo son dos extremos en una variedad de sistemas. Salir de la focalización extrema debería llevar a la búsqueda de alternativas que tiendan hacia intercambios de roles más frecuentes, motivando el encuentro entre ciudadanos, barrios menos segregados, la socialización de niños de orígenes diferentes en espacios educativos, y una solidaridad institucionalizada que no dependa de la caridad. Discutir la integración de Fonasa con las Isapres, o destinar puntos de la cotización previsional a fondos comunes, son tenues señales que insinúan mayor universalismo, y con ello una producción de bienestar más orgánica.

En suma, es posible que la predominancia de criterios economicistas para evaluar y dirimir el rol social del Estado haya priorizado el ahorro fiscal como loable expresión de eficiencia, soslayando la naturaleza política y social de toda decisión pública. El estallido social está abriendo espacios para repensar nuestro pacto social, haciendo pertinente atender a los efectos socioculturales que tienen las políticas que elegimos para producir bienestar.